El Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los Párrocos (1797-1808) doscientos años después

José Ramón Guzmán Álvarez, Marta Camino Serrano, Departamento de Ingeniería Forestal, Universidad de Córdoba

 

 

El día 4 de enero de 1797 veía la luz el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los Párrocos, una publicación que tras casi 600 números dejó de editarse el 23 de junio de 1808, coincidiendo con el turbulento período de la invasión napoleónica. Los editores finalizaban el fascículo 599 con esta lacónica advertencia: “Hemos determinado suspender por ahora la publicación de este periódico, lo que se previene al público, á fin de que los que hayan suscrito por todo el año, acudan á recoger el importe de los seis últimos meses de la suscripción”. Finalizaba, con ello, uno de los proyectos que mejor encarnan el espíritu ilustrado en España.

 

 

Orígenes

 

Al finalizar el siglo XVIII varias circunstancias contribuyeron a que cuajase la empresa de editar una publicación de divulgación agraria con amplias pretensiones. El país había atravesado por un periodo de crecimiento demográfico que exigía disponer de una mayor cantidad de alimentos y otras materias primas para su mantenimiento. El alza de los precios de los productos agrícolas produjo un incremento en la renta de la tierra, aumentando su valor y, en definitiva, el interés por su posesión y cultivo. Esto se tradujo en un aumento del número de propietarios, así como en un alza del precio de los arrendamientos. Las continuas guerras, por otra parte, exigían, a juicio de los gobernantes, una población numerosa y bien abastecida. Y maduró como gran eje motriz de la actividad económica el comercio, favorecido por los adelantos científicos y técnicos.

 

El despotismo ilustrado había introducido la preocupación por el estado de bienestar de la población. La labor emprendida durante el reinado de Carlos III por figuras como Jovellanos, Olavide o Campomanes continuó en el de Carlos IV, pese al azaroso tiempo político de las últimas décadas del siglo XVIII, recibiendo apoyo y estímulo el pensamiento y la investigación, aunque fuese bajo los criterios y los objetivos de una monarquía todavía anclada en el Antiguo Régimen.

 

Eran tiempos que exigían cambios en las mentalidades. El diagnóstico era claro: si se seguían los usos y costumbres de siempre, el país no saldría del atraso, máxime cuando los adelantos científicos habían desencadenado una transformación acelerada en otras naciones como Inglaterra.

 

En el aspecto legislativo se llegaron a proponer algunas tímidas reformas, aunque las tensiones entre los sectores más ligados a la tradición y los que propugnaban el cambio fueron resueltas en frecuentes crisis políticas que impidieron los avances.

 

Si bien entre la clase dominante había grandes desacuerdos en los aspectos más claramente reformistas, existía la conciencia generalizada de que era necesario variar los hábitos seculares en los sistemas de producción. Eso incluía ennoblecer las artes liberales y los oficios: el trabajo productivo, en suma. Y en una sociedad eminentemente agraria, también implicaba mudar los hábitos inveterados de los campesinos.

 

Ahora bien: ¿cómo acceder a los labriegos para divulgar los novedosos métodos de cultivo, las máquinas de Jethro Tull o las recomendaciones de Duhamel de Monceau? Para llegar a una población rural mayoritariamente analfabeta, la difusión de las ideas debía realizarse con el suficiente sentido común como para que tuviera alguna garantía de éxito.

 

Los párrocos fueron el instrumento elegido para actuar como agentes de extensión agraria. A fin de cuentas, formaban parte de la élite ilustrada, puesto que eran prácticamente los únicos que tenían conocimientos de letras en los pueblos. Por otra parte, no había medio que garantizara una difusión tan homogénea por todo el territorio.

 

Esta motivación quedó recogida en la introducción recogida en el primer fascículo del Semanario: “¿Pero quál será el medio de llevar á la noticia de nuestros labradores tan apreciable enseñanza quando sabemos que en España los que labran no leen, y los que leen no labran? (…) es necesario, pues, hallar un medio para extender en las provincias las luces sin dar al labrador la molestia de leer; y no se presenta otro más sencillo que dirigir un Semanario á los párrocos para que, sirviéndoles al mismo tiempo de lectura agradable, excite freqüentemente su zelo á fin de que comuniquen á sus feligreses los adelantamientos, las mejoras, industrias é invenciones que se publiquen, bien seguros de que se irán aprovechando de ellas (…).”

 

 

La creación del Semanario

 

La idea de su creación surgió a raíz de que Godoy encargase al diplomático Juan Bautista Virio la redacción de un Plan de Educación económico-política.

 

Pese a la mala fama que arrastra, hay que reconocer la actitud de Godoy favorecedora respecto a la difusión de las ideas ilustradas a través de la protección a las Sociedades Económicas de Amigos del País y el apoyo a la enseñanza de las ciencias y la investigación. En esto, coincidía con la cierta apertura que trajo el siglo de las Luces: se promovía el crecimiento económico y la mejoría cultural del pueblo, pero sin que esto supusiera la ruptura con el modelo tradicional del reino en sus aspectos políticos y sociales.

 

Entre las propuestas que hizo Virio, el Príncipe de la Paz aprobó la que se refería a extender los conocimientos útiles a los labradores y artesanos por medio de los curas párrocos, idea que ya había sido esbozada por Jovellanos en su Informe sobre la Ley Agraria.

 

El Semanario fue una publicación particular: no tenía vinculación con ningún organismo oficial, aunque contó con el respaldo de la Secretaría de Estado, cargo que ocupaba Manuel Godoy.

Su primer número tiene de fecha 4 de enero de 1797. Con ello dio comienzo la trayectoria ininterrumpida de una publicación periódica que alcanzaría casi 600 números. Se publicó semanalmente y, según el plan inicial de la obra, cada fascículo tendría dos pliegos de impresión como mínimo (16 páginas). Los suscriptores de Madrid pagaban 75 reales al año, en las provincias 114 reales, y en América 220 reales. 

 

La tirada fue de más de 3.000 ejemplares: no se ha profundizado en el grado de difusión de la publicación, pero de la lectura del Semanario se extrae la conclusión de que tuvo que llegar, como era su pretensión, a muchas parroquias. Fernando Díez Rodríguez, que escribió una imprescindible monografía, opina que su incidencia dependió de la actitud de los prelados; en general, esta actitud fue de cierto rechazo o pasividad.

 

En el Semanario hubo dos etapas. La primera de ellas fue protagonizada por Juan Antonio Melón, funcionario y literato que ocupó cargos de responsabilidad con Godoy, quien se encargó de su dirección hasta enero de 1806, cuando pasó a depender de los profesores del Real Jardín Botánico de Madrid.                             

 

No se conocen los motivos, pero en octubre de 1804 comenzó a ser publicado a cuenta del Real Jardín Botánico de Madrid, tras haber cedido Melón la empresa al Rey (hasta esa fecha se había encargado también de su edición y financiación). Durante algo más de un año, la publicación se llevó a cabo entre el propio Melón, que continuó como director, y los profesores del Jardín Botánico, hasta que el 28 de enero de 1806 el primero se desvinculó completamente del proyecto, quizás debido a rencillas personales. Desde entonces y hasta la desaparición de la publicación, sus directores fueron Francisco Zea Bermúdez, Claudio Boutelou y Simón de Rojas Clemente Rubio, profesores del Real Jardín Botánico de Madrid. Con ello, la revista adquirió un tono más profundo y académico, aunque sin dejar nunca de lado su carácter divulgativo: no en vano, sus redactores  pertenecían a los más granado de la ciencia española; discípulos de Antonio José Cavanilles, formaban un grupo selecto de estudiosos de todos los ámbitos de la historia natural, que combinaban con una gran experiencia práctica en el ejercicio de la agricultura y del cultivo de jardines y plantíos forestales.

 

 

Los artículos del Semanario

 

Las páginas del Semanario fueron visitadas por una variedad impresionante de temas. El contenido recoge tanto las novedades que en España se producían como, y de manera especial, las producidas en el extranjero

 

El plan de la obra se exponía en el primer fascículo:

Se tendrán á la vista los mejores periódicos extrangeros que hoy se publican sobre agricultura y artes, y finalmente se irá formando una escogida biblioteca de estos ramos para llenar dignamente el objeto que se propone el Semanario de agricultura, artes y oficios, que contendrá los artículos siguientes: agricultura en general y sus ramos de jardines, huertas, plantíos, bosques, riegos, etc.; historia natural; Química, Farmacia y Botánica en los descubrimientos útiles á la economía del campo, y en los artículos que no excedan la comprehension de qualquier hombre de mediano talento; Medicina doméstica; Veterinaria; arquitectura rural; pesca y caza; ramos de industria desconocidos, ó nuevamente inventados; economía doméstica; artes y oficios; láminas de instrumentos y maquinas útiles al labrador y al artista, de plantas, frutas y edificios rurales; exemplos de buena moral de hombres virtuosos y beneméritos de la agricultura y artes; noticia de los establecimientos favorables á los labradores y artistas; providencias del gobierno para fomento de los mismos; noticia de los libros que se publiquen en Europa sobre agricultura y artes.”

 

En el Semanario encontramos artículos (preparados específicamente para esta publicación o en forma de resúmenes) de los más prestigiosos agrónomos y forestales del momento: Claudio Boutelou, Esteban Boutelou, Antonio José Cavanilles, Celestino Mutis, Casimiro Ortega, José Quer, Simón de Rojas Clemente, Hipólito Ruiz, Francisco Zea Bermúdez… Y entre los extranjeros, no faltaron autores como Chaptal, Jenner, Lavoisier o Rozier. Contó, además, con la virtud de mantener viva la correspondencia con  los párrocos y otros lectores locales, que enriquecían la publicación con sus escritos.

 

Encontramos de todo: para la mirada del siglo XXI es un repertorio asombroso de información sobre el medio rural de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Teniendo en cuenta, además, que excede con mucho la estrechez con que en la actualidad identificamos la agricultura como campo de conocimiento: formaría parte, más bien, y en consonancia con estos tiempos, de una publicación divulgativa sobre desarrollo rural que incluyera la promoción de los pastos, el fomento de los plantíos de árboles para poblar los montes, la divulgación de medios para vencer las epizootias del ganado, o recomendaciones para extender la vacuna de la viruela entre la población.

 

Se escribió sobre los principales cultivos de la época, pero también se  abrió las puertas a nuevas posibilidades: la colza, el algodón herbáceo, la chicoria, la zulla, el pipirigallo, el achiote, la remolacha, el cacahuete... En cuanto a las artes se mostró como elaborar jabones, tintar el algodón, curtir cueros o extraer sosa de la barrilla. En fin: casi todo tenía cabida, porque era mucho lo que se podía enseñar a los habitantes del medio rural.

 

Métodos y preocupaciones de la postrimería del siglo XVIII que pueden parecernos obsoletos en una primera y rápida ojeada.  Fruto de una agricultura (que incluye, no se olvide, la producción animal, la vegetal, la forestal, la jardinería, la veterinaria, las artes y oficios en el medio rural...) tradicional que trataba de adaptarse a las exigencias de su tiempo.

 

Respuestas que apenas se salían del esquema de la agricultura preindustrial. Sin caer en idealismos ni en vueltas románticas del pasado, es posible afirmar que, recogiendo conceptos contemporáneos, eran soluciones ecológicas para una agricultura inserta en los ecosistemas que debía tener en cuenta obligadamente ajustarse a los ciclos de los materiales y de la energía. Por eso, estamos convencidos de que doscientos años después, los fascículos dirigidos a los párrocos parecen querer invitarnos a que los redescubramos para atender a nuevas necesidades. Dos siglos no son nada cuando lo que se persigue es la adquisición de buen conocimiento y la divulgación de prácticas juiciosas.

 

La tecnología desarrollada a partir de las revoluciones industrial y electrónica han permitido cumplir los objetivos de los bienhechores ilustrados de un modo que posiblemente nunca hubieran imaginado. En todos los sentidos: también en lo que se refiere a las posibilidades casi ilimitadas para divulgar el conocimiento.

 

Lo que para ellos pasaba ineludiblemente por la impresión y el envío en lentos carruajes y transporte de mulas, hoy en día puede ser consultado de forma inmediata desde cualquier rincón. Por eso, tener a disposición el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los Párrocos en la Plataforma del Conocimiento del Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino (el antiguo Ministerio de Agricultura de donde surgieron las ramas de los Montes y la Conservación de la Naturaleza) enlaza nuestro pasado con la modernidad y constituye todo un homenaje a aquellos ilustrados que soñaron con la mejoría del medio rural de España.

 

 

Bibliografía

 

Díez Rodríguez, F. 1980. Prensa agraria en la España de la Ilustración. El Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los Párrocos (1797-1808). Ministerio de Agricultura, Madrid.

 

 

Nota final

 

La publicación en la Plataforma del Conocimiento del Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino del Semanario de Agricultura y Artes dirigido a los Párrocos ha sido posible gracias al escaneado previo de la colección de revistas que llevó a cabo la Fundación San Millán de la Cogolla de La Rioja. El Departamento de Ingeniería Forestal de a Universidad de Córdoba preparó la documentación para facilitar su consulta y el personal de la Biblioteca Central del Ministerio llevó a cabo su indexación.